Por error, una de las remesas que enviaron no fue de la temporada de 2008, sino de la anterior, 2007, en cuya grabación la mayoría de los componentes actuales de la orquesta no habían participado, pues fue cuando aún estaba la plantilla de la beca anterior (hubo pruebas de acceso para renovación tras los 3 años de beca al finalizar la temporada 2007). Subsanado el error y tras enviarse un nuevo paquete que contenía los discos que faltaban de la temporada 2008, la caja que contenía la remesa equivocada quedó en el comedor-sala común, para que, ya que lo habían enviado, quien quisiera pudiese coger uno de esos discos.
Tomé uno. Realmente no me atraía todo el repertorio que estaba grabado en los discos, pero sí parte de él, y aunque sabía que mi hermana tenía uno igual, lo cogí de todas formas.
Unos pocos de mis noventa compañeros hicieron también como yo. Metieron la mano en la caja, ojearon el disco, y se lo llevaron con ellos.
Pero ya pasados cuatro o cinco días desde entonces, de una caja de cuarenta discos todavía quedaban unos treinta. Yo tenía una hora libre y estaba en la sala comedor haciendo tiempo, cuando se me acercaron tres de las cocineras, que terminaban ya su jornada, y señalando a la caja, me preguntaron tímidamente: “¿Crees que podríamos coger uno?”
Entonces me di cuenta. ¡Qué ceguera!
¿Así que nos hacemos llamar músicos, pero cuando nos ofrecen gratuitamente música no le hacemos aprecio? ¿Así que sólo nos interesa la música, estúpidos instrumentistas, cuando nos sentimos protagonistas únicos y excepcionales y guapísimos de ella?
Cómo explicar la vergüenza que me invadió, una vergüenza no exactamente propia pero no exactamente ajena, que me hacía sentir ridícula en un colectivo que se supone que nos define como algo que efectivamente y con toda claridad, no somos!
Abochornada en mi ya poco orgullo de músico, contesté a las mujeres, “claro claro, llévense los que quieran”, y ellas se pusieron contentísimas mientras cogían uno para cada una, y me dieron las gracias sonrientes. Qué sonrisa más feliz mientras se quitaban el gorrito del pelo y el uniforme de cocina, qué agrado más sincero en unas personas que me dieron una lección de humildad sin siquiera saber que lo habían hecho.
Se alejaron con el disco. No me cabía ninguna duda de que lo escucharían.
Todavía con la cabeza gacha, cogí un disco más y me lo llevé a la habitación. Quizá dentro de un tiempo podría regalárselo a alguien que supiese apreciarlo.